martes, julio 22

San Martín, Javier.

“En el sobrevivir cada uno es enemigo del otro; comparado con este triunfo elemental todo dolor es poco. Es importante sin embargo que el superviviente esté solo ante uno o varios muertos. Se ve solo, se siente solo y, cuando se habla del poder que este momento le confiere, nunca debe olvidarse que deriva de su unicidad y sólo de ella”.
Elias Canetti


Abel es pastor. Cuida su rebaño y regularmente sacrifica a la divinidad alguno de sus corderos. Caín es agricultor, no tiene nada que sacrificar, no tiene a su disposición el escape para la violencia que reside en el sacrificio del animal, así que asesina a su hermano; la frustración le conduce a la violencia. Desde sus orígenes en el relato bíblico, ésta transferencia arquetípica de la violencia se ha construido, a lo largo de la historia, como componente cultural diversificado, adaptado al particular imaginario de las diferentes civilizaciones. Clifford Geertz explica cómo “cada pueblo ama su propia forma de violencia”. Pero el tiempo del relato bíblico, del origen diversificado, ya pasó, y actualmente las prácticas de la violencia se han homogeneizado y nivelado en el tratamiento uniforme de los media.

Frente al asunto de la violencia y el terrorismo, los medios de comunicación actuales juegan un doble papel: por una parte subrayan los acontecimientos y, en cierta medida, al informar son capaces de activar la conciencia; pero por otro son un factor alienante; “narcotizante” es el término empleado por Antoni Puigverd, quien subraya la forma en que los media “han descubierto muchas maneras de tranquilizar mientras nos informan de la muerte, muchas maneras de engañarnos mientras nos relatan el sufrimiento o distraernos mientras nos reportan la última cifra de víctimas”.

Pero las imágenes de la víctima, del masacrado, del escolta, del asesino mismo, quieren aparecer en el arte como antídoto contra la narcosis mediática. El arte sería capaz, en esta negociación sobre la verdad, de mostrar lo que los medios no muestran, de decir lo que los medios ocultan. Ante la aporía ¿para qué más imágenes de violencia en un sistema cultural que ha hecho de la violencia una industria del espectáculo?, Georges Didi-Huberman responde: “Pese a todo, imágenes: pese a nuestra incapacidad para saberlas mirar como se merecerían, pese a nuestro mundo harto, casi asfixiado, de mercancía imaginaria”. Si construir imágenes de denuncia es, por parte del artista, un acto de resistencia contra la violencia política, observarlas debería ser, por parte del espectador, un acto de resistencia contra la banalización del mal en los medios de información. Y aún así, para Miguel Pueyo, el arte no es un sustituto de la política, una referencia que busca respuestas en el plano de la acción, sino preguntas en el terreno de las ideas.

Perros de Estigia
, la muestra que presenta en el Centro Huarte de Arte Contemporáneo, está pensada como un encadenamiento de cuentos morales, una declaración de principios sobre algunos aspectos de la violencia contemporánea. Al mostrar al terrorista, a la víctima, al escolta, al prisionero… Miguel Pueyo se posiciona a favor de la moralidad del conocimiento y contra la “inmoralidad del olvido”, en expresión de Victor Klemperer. En estos cuentos en los que se desarrolla una ética que toma referencias y justificación en restos vivos de la cultura clásica. Es el caso de Estigia, río mitológico que marcaba la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos y que en el cristianismo se relacionó con el infierno y, por extensión, con el mal y el pecado, o el mito de Sísifo, condenado a repetir eternamente sus actos, como permanente retorno del mal. También Sosias, personaje de una comedia de Plauto, arquetipo del doble y del inconsciente. Pero no solo en los títulos de las piezas; también hay rastros de una nostalgia de clasicismo, y con ella de armonía y verdad, en la propia insistencia en la escultura figurativa, en los cuerpos marmóreos de sus vídeos o en los pliegues de la sábana de Víctima, que aluden a la técnica de los “paños mojados” en los frisos griegos. En cualquier caso, esta aspiración hacia un orden apolíneo del clasicismo entra en contraste con una fuerza de signo contrario: la disolución en el caos dionisíaca, la vida en sus “aspectos oscuros, instintivos, irracionales, biológicos”, en palabras de Nietzsche. En este par de fuerzas oscuras se resuelve buena parte de lo que escenifica Miguel Pueyo en esta exposición.

Contra las imágenes de prensa y televisión que muestran los aspectos oscuros e irracionales de la historia contemporánea, cuya sobreabundancia, más que informar, vacuna al espectador contra las catástrofes que representan; contra esta volatilidad de los contenidos, una buena estrategia de representación lo ofrece la materialidad de la escultura, su posición en un espacio real. En Comunicado o en Víctima, en realidad de lo que se trata es de una puesta en escena tridimensional de imágenes semejantes a las que ofrecen los media. Mientras éstos escupen imágenes flotantes, líquidas, indiscernibles de su soporte en papel o en la pantalla —y, por lo tanto, de impacto tan fuerte como pasajero, que “deslumbran primero y ciegan después”, en palabras de Rafael Argullol— estas esculturas se graban en la mente de manera insidiosa, pregnante, como si el espectador verdaderamente hubiera formado parte de la escena. No son planas y lejanas, sino terriblemente próximas e impactantes. En Comunicado, es significativa la presencia de una unidad de grabación frente a la figura sentada en la mesa. El espectador, que ha asistido a la escena real, puede contrastar la enormidad del miedo y la vulnerabilidad que provoca la escena, con la banalidad y la distancia de su imagen mediática. El comunicante de Comunicado da miedo sin proferir amenazas, porque la amenaza es él mismo. Efectivamente, más allá de la distancia física y mental de las imágenes de violencia mediáticas, la instalación introduce al espectador en el propio espacio del conflicto, crea un lugar común, un terreno compartido entre lo mostrado y la experiencia de ver. Miguel Pueyo quiere situar al espectador frente a situaciones comprometidas, ante temas considerados tabúes, pero no pretende dar lecciones, sino cuestionar algunos tópicos establecidos en la cultura contemporánea.


Desde un punto de vista formal, estas dos piezas se sitúan en un calculado punto intermedio entre la escultura y la instalación. Para ser más exactos diríamos que se trata de esculturas instaladas, ya que el objeto tradicional en este caso se encuentra colocado en un contexto físico o con unos apoyos que lo acercan al espacio escenográfico. Éste aspecto es el que, independientemente del tema, aproxima las esculturas y las narraciones en vídeo de Miguel Pueyo hacia un punto de encuentro. Por otra parte, el artista insiste en que construye escenografías sin trampa, pues antes que camuflarlo, ponen en evidencia el truco de su funcionamiento. Se trata de escenografías al descubierto, pues conceden tanta importancia al tema escenificado como a desvelar los mecanismos de puesta en escena, acudiendo a un procedimiento paralelo a aquel que Bertold Brecht llamaba “distanciamiento” en el discurso teatral: hacer partícipe al espectador de que asiste a una representación para aproximarlo a una postura crítica, no sólo con el tema, sino con la propia representación. “Más que un escenario —escribió Walter Benjamin— el espacio escénico de Brecht es un estrado”, el lugar del discurso. Este “juego limpio” que, en realidad se orienta a mostrar el componente “sucio” de la representación, es ante todo un mecanismo de denuncia de los aspectos manipulados y escamoteados en tantas representaciones de la violencia.

La materialidad impactante y sin trampa de las escenificaciones de Miguel Pueyo, que estaríamos tentados en un primer momento de interpretar desde un sentido unívoco, se matiza y se hace compleja, sin embargo, a través de sutiles mecanismos de ambigüedad: la figura aterradora de Comunicado no sólo esconde su identidad tras la máscara, sino que oculta otro par de manos —otro par de intenciones— bajo esa mesa que entendíamos como lugar de clarificación, donde las cartas se colocan “boca arriba”. Con esa anatomía desdoblada, actúa como un jugador tramposo o un mago del terror: prestidigitación política. La figura de Víctima, por el contrario, no genera esta ambigüedad en su cuerpo piadosamente cubierto por una sábana, sino en su posición en el espacio, en ese levitar paradójico que le aleja del pavimento en que ha sido abatida y la muestra como insuflada de nueva vida. En la muestra de Huarte, ambas piezas se sitúan enfrentadas, insinuando una relación de causa y efecto: las palabras del comunicado han fabricado un muerto solitario, aislado, anónimo, violentamente material, corpóreo y, simultáneamente, inmaterial, gaseoso, volátil. Pero ante todo, solitario, trágicamente separado de su entorno. Ya en los años treinta del siglo pasado Stalin había declarado que “un muerto es una tragedia; un millón de muertos, una estadística”. Más allá del cinismo de la matemática del terror, la soledad ascendente de la Víctima, que se aleja hacia el cielo, coloca al espectador más que nunca con los pies en el suelo, en el comprometido papel de superviviente, situado en un incómodo espacio de la teoría de las emociones. “El momento de sobrevivir” es, según Elias Canetti, “El momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en la satisfacción de no ser uno mismo el muerto. Éste yace por tierra, el superviviente está en pie. Es como si hubiera tenido lugar un combate y uno mismo hubiese abatido al muerto”. Frente a esta instalación, tan cargada de la espiritualidad del arte religioso del pasado, el espectador situado de pie es convertido en superviviente que observa la tragedia sin formar parte de ella, situado junto a un cuerpo que poco antes rebosaba vida y ahora asciende inerte al cielo. Aunque esté acompañado de otros visitantes a la exposición, el visitante siempre se sentirá solo ante la víctima. La violencia de las ideologías produce también, como daño colateral, la culpabilidad de los supervivientes. Pero, más allá de esta culpabilidad implícita, la presencia de la víctima obliga al espectador a hacerse preguntas y quizás cambiar algunas actitudes. La compasión, por ejemplo. La compasión, como grado cero de la empatía, es desmovilizadora, pues en lugar de acción en positivo, propone un abandono en los sentimientos, en la esfera psicológica del dolor. La presencia de la víctima elevándose del suelo en el que ha sido derribada, muestra que la representación de la muerte nunca es inútil, que la presencia del cadáver puede movilizar, más allá de la compasión, la conciencia de los supervivientes.


Sosias, con su presentación en forma de díptico, parte de un segundo nivel de ambigüedad : la posibilidad de intercambio de papeles entre asesino y víctima, esa semejanza física que esconde la diferencia de sus papeles en el drama de la violencia. A pesar de su diferente forma de sueño —plácido en uno de ellos, agitado en el otro— las figuras de Sosias han perdido el dominio de su personalidad y se funden en una ceremonia de la confusión generada por la violencia. Objetivos explícitos, asesinos y víctimas colaterales quedan asimilados, como imágenes especulares, por la ceguera de la destrucción. La ambigüedad, la indeterminación de los papeles, obliga más que nunca al espectador a tomar partido por el sentido. Hay ante él un espectáculo público —un drama en la polis— y se le pide una contemplación comprometida, un posicionamiento. Se le insinúa también la dificultad de percibir un acontecimiento público desde una perspectiva privada.


Zulo narra, con el lenguaje del minimalismo y la escultura clásica, un tema de reminiscencias kafkianas: la prisión interior inducida previsiblemente por un poder anónimo, radicalmente oculto. Pero se trata en realidad, como el espectador tendrá ocasión de comprobar a medida que avanza la narración, de la libertad negada por el propio prisionero, como metáfora de las libertades que nos impiden disfrutar de nuestro espacio mental. Zulo es una narración que trata sobre la pérdida de la libertad y la represión, pero no tanto la del poder, sino aquella represión que proviene del propio individuo y que éste anida en su interior como semilla del mal. Porque la celda desnuda en la que se encuentra encerrado el desnudo prisionero, es más mental que física. Es producto de una claustrofobia enfermiza generada en el interior del prisionero. La narración, estrictamente estilizada, carece absolutamente de elementos de localización, de individualización y de temporalidad. No sabemos a quién le ocurre, dónde ni cuándo, y de ésta manera pasa de lo particular a lo general y aborda una narración de índole antropológica.

Tombe, la otra narración en vídeo de la muestra, más melancólica y, en buena medida, más trágica, por aniquiladora y por su estrecha relación con el arquetipo de la imposibilidad, está situada en un exterior desértico que, a medida que avanza la acción, entendemos también como cárcel au plein air. Figurativamente relacionada con Sísifo, mito ambiguo entre la rebelión y la simple maldad, pero del que recordamos ante todo la crueldad inusitada de su castigo, en Tombe el personaje que se afana por su salvación se hunde irremediablemente en su propio esfuerzo. El paisaje juega en esta narración un papel esencial como protagonista de la inevitable caída. Al comienzo es áspero y desértico y, a medida que se dulcifica, el espectador prevé, paralelamente, la inminencia de la solución, aunque retorna el tema kafkiano del poder oculto, o el argumento de Jorge Luis Borges de la “infinita postergación”, y el enterramiento se hace inminente. Tombe, que identifica en su título francés el sustantivo tumba y el verbo cae, narra el entierro de las ideas en el mismo lugar de las aspiraciones. Al final, ocultas bajo la arena, la esperanza han desaparecido engullida por el entorno que, una vez acabado el drama, aparece como un desnudo paisaje tras la batalla en la que no quedan restos del contendiente, ni siquiera las huellas de la lucha.


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