domingo, noviembre 25

Ezker Calvo, Alicia

Catálogo ZULO
Ed. Ayuntamiento de Pamplona
D.L. 481-2004

Al otro lado del túnel

Las obras de arte son instrumentos especialmente adecuados para llamar la atención sobre la violencia radical escondida en la mirada y suscitan un análisis del lenguaje en cuanto eventual vehículo de violencia.
Valeriano Bozal


Creo que hay que creer en el arte social. En el artista que mira más allá de las paredes de su estudio para integrar su mirada individual en la necesaria mirada colectiva. En el arte sin fronteras, en el arte libre, en el arte que provoca sin pretender la provocación gratuita, que comparte la necesidad de remover las conciencias demasiado asentadas, en el arte que trasgrede y que se atreve, que arriesga y trata de que el espectador arriesgue con él. Arte inconformista, que avanza y está, por tanto, vivo. Creo que hay que creer en todo aquello que como espectadora me haga pensar y sentir por encima o por debajo de su apariencia estética y de sus planteamientos plásticos (siempre necesarios como punto de partida). Pero no creo que el artista sea quien para dar consejos ni para plantear soluciones y mucho menos ante los grandes conflictos. El arte es y ha sido siempre una ficción, mire hacia donde mire, una mera representación de algo creado por alguien. Algo que, en definitiva, uno no puede tomar muy en serio. El pasado mes de enero, el embajador de Israel en Suecia, Zvi Mazel, acudió a una exposición en el Museo Histórico de Estocolmo sobre el genocidio, enmarcada en una Conferencia Internacional sobre ese mismo tema. Uno de los artistas, Dror Feiler, israelí como el embajador, creó una instalación titulada Blancanieves, la locura de la verdad, que consistía en una fuente rectangular llena de agua roja -símil de la sangre- en la que flotaba un barco que portaba un retrato de la suicida Hanadi Yaradat, que mató a 21 personas el año pasado al inmolarse en la ciudad de Haifa. El embajador destruyó la obra al considerarla «una distorsión obscena de la realidad». El artista sólo había querido con ello «llamar la atención de cómo la gente débil y solitaria es capaz de hacer cosas horribles». Sin duda un lamentable incidente que pone de manifiesto la compleja relación entre el arte y determinadas cuestiones sociales como el terrorismo y la violencia y, lo que es más grave, la falta real de libertad de creación a la que se enfrentan hoy en día muchos artistas. Ejemplos como el ocurrido en Estocolmo saltan cada día a las páginas de los periódicos, dejando constancia de que corren tiempos difíciles para determinados planteamientos artísticos.

Vivimos rodeados de violencia y, por tanto, la violencia condiciona nuestra vida y, en tanto que el artista adquiere en su obra de arte un compromiso social y vital, es normal que el arte represente la violencia, con la libertad individual de cada creador. Porque representar no es legitimar, ni escandalizar, ni provocar, sino incidir desde el arte en un aspecto de la vida a veces maquillado y ocultado por los poderes. Lo que el arte casi siempre propone cuando se adentra en este terreno movedizo, no es otra cosa que plasmar la brutalidad de la violencia para que sea el espectador quien reflexione y, en definitiva, juzgue por sí mismo.

La realidad que el arte representa nunca es la realidad.

El reto del artista es conseguir emocionar al espectador, sea cual sea la dirección de esa emoción -que puede ser también de rechazo o negación- ante representaciones que sabemos ficticias.

De realidad, ficción, terrorismo y violencia habla el último proyecto artístico de Miguel Pueyo (Pamplona, 1974), quien da un giro importante en su trayectoria al adentrarse en un ambicioso y complejo trabajo en el que plantea múltiples cuestiones y reflexiones en torno al terrorismo y a la violencia que éste lleva implícita. Aquellos túneles de luz de sus primeros años de trabajo, aquellas fantásticas y fantasiosas ventanas hacia el infinito, sus «gusanos» inquietantes que le servían para plantear el papel de los medios de comunicación en la realidad -en un guiño postmoderno que siempre le ha acompañado-, las cajas de luz... eran todo obras luminosas y claras, artilugios indefinibles, a veces rudamente acabados. La luz era la puerta de entrada y de salida. Ahora de pronto esa luz se ha oscurecido. El túnel, antes esperanzador, se presenta inquietante, lúgubre y angustioso porque, aún a oscuras, es necesario avanzar por él. En ese viaje tenebroso no renuncia al humor y la ironía con los que trata de abordar un proyecto con el que se sumerge más que nunca en lo que él mismo llama «la conciencia social».

La violencia, como el terrorismo, son herramientas del mal y el mal siempre ha estado presente en el arte, sobre todo en la pintura, porque desde la representación de algo incomprensible y oscuro el hombre trata de arrojar alguna luz. En el momento actual, la masiva difusión de la violencia por parte de los medios de comunicación, sobre todo audiovisuales, ha hecho del terror algo familiar y cotidiano, a pesar de su rechazo. Violencia de género, terrorismo, abusos a menores, genocidios, matanzas étnicas, guerras... Como escribía Valeriano Bozal en un seminario sobre la violencia en el arte, «La familiaridad, tolerancia o legitimación de la violencia debilita la conciencia colectiva e individual del daño, que tiene en ella su instrumento preferido, y contribuye a un fenómeno característico del mundo contemporáneo: la acomodación a la barbarie. Las obras de arte inciden sobre estos procesos y lo hacen de modo determinante cuando producen intensos efectos emocionales».

Todas estas reflexiones son válidas a la hora de mirar el nuevo trabajo de Miguel Pueyo. En estas nuevas obras y en otras que tiene en su estudio, esa especie de gran taller en el que almacena los cientos de materiales y objetos con los que va dando forma a sus ideas, Miguel Pueyo ha llevado el terrorismo al terreno del arte. Cualquiera puede identificar su postura con el entorno en el que vive, Navarra y el País Vasco, pero su pretensión ha sido separase de cualquier lugar para plantear su argumento de una manera objetiva y casi amoral, sin posicionarse, para que las piezas se puedan entender en cualquier entorno, exista o no la amenaza del terrorismo. Como artista, reflexiona y da forma a su reflexión sin posicionamientos. Lo que sí hace Pueyo es apropiarse de los roles que tiene el terror: Amenazados, escoltas, políticos, secuestrados, zulos, bombas, terroristas... para, utilizándolos como objetos artísticos, plantearlo todo sin mostrar nada. No obstante, a pesar de esa universalidad con la que envuelve su trabajo, ha creado una pieza, una gran Línea roja a modo de frontera, para que cada cuál la coloque allí donde crea que debe estar el límite. Cualquier límite.

En esta idea, Miguel Pueyo se apoya más que nunca en la fotografía. Si hasta ahora era sobre todo un escultor y un creador de instalaciones, ahora también utiliza este soporte, en algunos casos como fotografía pura y en otros con procesos de tratamiento digital, montaje y retoque.

Nada en este proyecto es real pero todo lo parece. Lo único real es aquello en lo que se inspira para crearlo, la existencia de una amenaza. Una realidad oscura que le ha obligado a apagar la luz, el elemento que hasta ahora definía su trabajo. El camino está iniciado.

De todo este conjunto de obras, las que más relación guardan con su trabajo anterior son aquellas que él denomina Artefactos. Piezas creadas con luz, cables y otros materiales que alertan al espectador de que se encuentra ante un peligro, en algunos casos virtual y en otros real, ya que si toca o se acerca demasiado a la pieza, puede dañarse con ella. Arte que agrede.

La serie Secuestrado se compone de tres fotografías, una del rostro del supuesto secuestrado y dos fotomontajes a partir de esa misma imagen. En ellas se ve a una persona privada de libertad desde diferentes puntos de vista, como en un reconocimiento policial o una secuencia de identificación. Esta serie se completa con otra similar dedicada a los Escoltas, que en este caso más parecen los Blues Brothers y una tercera titulada Presidente, una ácida mirada hacia el Nacionalismo vasco. Todas son inquietantes y divertidas al mismo tiempo porque Pueyo descansa en la ironía y el humor para alejarse intencionadamente del dramatismo.

A partir de múltiples fotografías de escoltas (dos sujetos casi clónicos que se colocan en las más diversas situaciones), trata temas que van desde la homosexualidad, la intimidad o la violencia hasta llegar al mundo del arte, algo que siempre está presente en sus creaciones. Con estas fotos, todas del mismo tamaño, ha construido unos Edificios, en el que habitan sus personajes. La apariencia es una composición de ventanas en cada una de las cuales «ocurre algo, ya ha ocurrido o está a punto de ocurrir». Con este proceso constructivo Pueyo vuelve así al terreno de la escultura, el medio en el que mejor da forma a sus ideas.

Miguel Pueyo cierra esta primera fase de su viaje por las entrañas del terrorismo con una instalación rotunda y, sin duda, lo mejor de todo su planteamiento. ¿Quién se ha sentido alguna vez realmente sin libertad? ¿Quién se ha visto en una situación límite? ¿Serías capaz de entrar a un lugar en el que quieren retenerte contra tu voluntad? Para ello, construye un zulo real para secuestrados ficticios pero aparentemente reales.

Quizás muchos piensen, al ver algunas de estas piezas de manera aislada, que Miguel Pueyo es demasiado frívolo porque se ríe de un tema muy serio. Otros, en cambio, agradecerán que alguien les haga reflexionar sobre una realidad con la que todos convivimos y que demasiadas veces la percibimos distorsionada en función de nuestros propios intereses ideológicos o partidistas, o filtrada interesadamente a través de medios de comunicación mucho más frívolos que cualquier mirada artística.

En casi toda la obra de Miguel Pueyo se mantiene la frontera entre arte y realidad aunque finalmente la rompe en la instalación del zulo. Rompe también la distancia entre el espectador y la obra, adquiriendo un cierto aire de teatralidad. En su instalación hay protagonistas y espectadores, una opción que cada uno elige libremente en el momento en que se sitúa ante el proyecto. La idea no es nueva y otros muchos artistas la han utilizado en los últimos años. Basta recordar la instalación de Santiago Sierra en la bienal de Venecia en el Pabellón de España, en la que sólo los ciudadanos españoles con DNI o pasaporte legal podían acceder a su interior.

Se trata de renunciar al espectador pasivo. En el arte y en la vida. El reto está en la mirada.