miércoles, mayo 28

Salaberri, Pedro

Un diálogo con Pedro Salaberri

9 de marzo de 2008. Pedro

Miguel, se me ocurrió la forma de iniciar tu texto y me parece que es un hilo del que quiero ir tirando, si no te parece mal.

Empiezo con una pregunta y seguiré con lo que me contestes y lo que se me vaya ocurriendo.

Hace poco te oí decir que cada vez te interesaban más los artistas a los que el arte no les importaba nada.

Quisiera que explicaras esta afirmación.

18 de marzo. Miguel

Querido Pedro

No se trata de que me interesen los artistas a los que el arte nos les importa nada, es más, no creo que existan esos artistas y, si los hay, no me interesan en absoluto.

Lo que quiero decir es que me interesan esos artistas que parecen no tenerle respeto al mundo del arte o habérselo perdido. Es decir, me doy cuenta de que paseo entre las obras, cuando voy a las exposiciones, y me quedo irremediablemente mirando las piezas irreverentes, descaradas o arrogantes…

No las piezas que arremeten contra algo, que son beligerantes u ofensivas, sino aquellas que, por su frescura, por su espontaneidad, por su descaro, se ríen o cuestionan lo que está establecido en el mundo del arte.

Artistas como Enrique Marty, o Paul Mc Carthy, que nos presentan muñecos horribles o de peluche, dando así una pequeña bofetada al que quiere comprar una obra suya para llevársela a su casa. Artistas que nos proponen llevarnos a casa (y pagar por ello) piezas que parecen un chiste o un engendro.

La belleza de lo feo. La importancia de lo banal. Mc Carthy que, por cierto, le leo en una entrevista y afirma que le “escandaliza pensar que escandaliza”. Genial.

Me atraen (creo que esa es la palabra, no es que me gusten o que me interesen) los artistas que demuestran una cierta irreverencia hacia lo “sagrado” del mundo del arte. No creo que las obras hayan de ser consideradas objetos intocables y eternos. Son iconos culturales, de acuerdo, pero muchas veces el concepto puede sobre la propia fisicidad de los objetos y no pasa nada. Y no creo que realmente importe si se pierden o estropean un poco.

Como ya hemos hablado con anterioridad, en mis obras trato de desvelar siempre “el truco”. Los paneles de decorado que uso tienen siempre por detrás esos bastidores tan a lo Badiola, bonitos, lijados (me encanta lijar), con escuadras. El terrorista del Comunicado esconde sus manos bajo la mesa, pero quedan a la vista del espectador, que descubre su mentira. Las fotos de los Sosias son de estudio, con modelo, con iluminación y retocadas por ordenador. La estética de los videos (Zulo, Tombe) es muy cuidada, casi de videpoclip. La sábana que cuelga del techo es hueca por detrás, se puede ver que está hecha de resina de poliéster, que no es una sábana de verdad.

No trato de hacer objetos misteriosos, enigmáticos o sagrados. No me importa que se sepa que son montajes, que son de mentira, teatros (acuérdate del Zulo en la sala Horno de Ciudadela, con sus dos opciones excluyentes de ver la pieza: entrabas por delante y eras secuestrado, o entrabas por detrás, para ver el decorado, la ficción). Evidencio ese carácter de montaje porque me importa más el mensaje que el objeto, lo que queda cuando te vas a casa, que el éxtasis ante la pieza.

Lo que no implica que no las haga lo mejor que puedo, estéticas y bien acabadas, dándole a la lija y acordándome de los barrocos, los renacentistas, de los clásicos y los contemporáneos, de lo que veo en los museos, en la tele o por internet.

26 de marzo. Pedro

En esta exposición aparece el terrorismo, ¿qué pasa con eso?

29 de marzo. Miguel

Plantear la relación que puede existir entre el arte y la sociedad que rodea al artista implica el considerar a éste como un sujeto sometido a las influencias de su entorno más directo, a las influencias de la “aldea global” en la que todos nos hallamos inmersos.

El terrorismo es, en mi caso, uno de esos elementos que existe tanto cerca de nosotros como en otros lugares del mundo. Y supone, dentro de esa circunstancia que rodea a todo individuo, la máxima expresión de violencia y opresión contra todos. Se trata de una fuerza coercitiva que aterroriza a la sociedad de la manera más antidemocrática y antisocial posible. El terror político condiciona las opciones políticas, influye en millones de personas, afecta a cientos de gobiernos y, en ocasiones (11 S), es capaz incluso de afectar simultáneamente a modos de vida de diversos continentes.

Es, por lo tanto, una fuerza existente en la sociedad y en la vida que rodea al creador actual. Y, como parte integrante de esa circunstancia que nos rodea, nos influencia en el modo de vivir.

En mi obra hablo de aspectos relativos al mundo del terrorismo y sus aledaños. Utilizo estereotipos que retratan al terrorista, al político, al escolta (víctima colateral) o al ciudadano (víctima inocente), es decir, a todos.

Una reflexión nada críptica, en la que represento al terrorista en su faceta de asesino encapuchado, ejerciendo la violencia y sembrando la muerte y el miedo a su alrededor, en una actitud absolutamente opuesta a la de las víctimas a las que aterroriza.

El deslocalizar a los personajes que utilizo, despojándolos de señas identitarias locales, se debe a un intento de extrapolar los sentimientos que en mí produce esta forma de barbarie hacia un campo mucho mayor, el mundo entero. Presento al terrorista como un personaje siniestro que podría estar cometiendo sus asesinatos tanto a doscientos metros como a quince mil kilómetros de nuestra casa.

Respondiendo directamente a tu pregunta, y aprovecho una charla que tuvimos el otro día: trabajo sobre terrorismo como reacción, más que como reflexión. Todos podemos reflexionar sobre el terrorismo, pero lo importante es reaccionar frente a él. Ante estas dos opciones, hago lo único que sé hacer.

12 de abril. Pedro

Tu obra siempre es muy pulcra, bien acabada, como con cierta vocación de asepsia. ¿Sería eso que confías más en el análisis y en lo racional y que no quieres llegar al espectador por la vía de las emociones y el desgarro expresivo?

14 de abril. Miguel

Sin duda.

Todos los días, cuando termino de trabajar, recojo las herramientas, tiro la basura, cubro las piezas con sábanas. El taladro, a la estantería, debajo de una etiqueta donde pone “taladro”. La fresadora, donde pone “fresadora”. Cada herramienta tiene el dibujo de su contorno en la pared. Las recojo, aunque al día siguiente, si sigo con la misma obra, voy a utilizar las mismas herramientas. Barro todo el taller, entero, aunque haya zonas donde no he trabajado. Lo friego de cabo a rabo.

Se ha convertido en un ritual. La música bajita, a las 9 de la noche no hay ruido, Adriana prepara la cena. Dejo el taller impecable, miro lo que he hecho en el día. Disfruto mucho esos instantes.

Hay días en los que me lío a trabajar hasta más tarde, o que tengo que salir de casa, y dejarlo todo sin recoger. Al día siguiente, aunque tengo ganas de empezar a trabajar, recojo todo, barro, friego. E inmediatamente lo vuelvo a ensuciar.

En piezas complicadas, en las que uso muchas herramientas, de pronto veo las dos mesas llenas de cacharros, trozos por el suelo, debajo de la mesa. Y paro de trabajar. Recojo todo y sigo trabajando.

Como ves no puedo trabajar con desorden, con estorbos, con suciedad. ¡Si hasta tengo los libros de las estanterías por orden alfabético!

Mis obras no hablan de sentimientos, de expresión, de instantes. Hablan de conceptos y, además, son (o tratan de ser) conceptos globales, no puntuales. Esa asepsia de la que hablas puede ser un intento de distanciarme de las piezas, de que se conviertan en objetos desprovistos de emoción y cargados de significado. Objetos reproducibles. Réplicas de si mismos.

Me interesa que no haya nada que distraiga del mensaje, ni siquiera la “mano” del autor. Cuando trabajo por ejemplo en video recurro a un equipo de profesionales para dirigir, manejar los equipos, la fotografía, el sonido. Para actuar. Les dejo mucha libertad, les doy indicaciones, nunca instrucciones, y ellos dan su opinión, sus ideas y aportan su experiencia. No me creo capaz de hacer su trabajo mejor que ellos mismos. Lo mismo me ocurre cuando hago fotografía: recurro a un profesional que me ayuda, me asesora, me indica y, finalmente, hace la foto. ¿Para que voy a meterme en campos que no son el mío? Si me meto de por medio la obra sería peor, estoy seguro.

Y si mi campo es pensar, ¿cómo voy a hacer obras emotivas? Han de ser, a la fuerza, obras racionales, analíticas.

Trabajar sobre el terrorismo me podría llevar a hablar de las emociones, el desgarro, el odio, el terror. Pero soy como soy, no quiero abordar temas tan delicados apasionadamente, prefiero pensar. Y hacer pensar.

21 de abril. Pedro

Dichas las cosas así, parece claro que tu actitud es la de ser alguien que vive con los demás y que el arte no es para ti una terapia personal. ¿En parte lo consideras un deber?

2 de mayo. Miguel

Indudablemente me considero un individuo político y social, preocupado por las cosas que pasan a mí alrededor. Y creo que aciertas al decir que para mi el arte no es una terapia personal, no hago obras para escapar de mis problemas, o para sanar. Sin embargo, tampoco creo que sea una cuestión de deber o, al menos, la palabra exacta no es deber. Sé que nada de lo que yo haga va a cambiar las cosas apenas, pero quiero enfrentarme a ellas.

Muchas veces, al comparar mi obra con la de otros artistas que se mueven por caminos paralelos, me doy cuenta de que suelo ser muy claro y directo. A mi me encantan esas obras crípticas, ambiguas, indefinidas. Me gusta plantarme ante una obra cerrada y tratar de desentrañarla, descubrir sus misterios y sus matices. Mis obras son, sin embargo, meridianamente claras. En ellas lo malo es malo, lo bueno es bueno. Y es que deseo comunicar con claridad las ideas. Es decir, me importa lo que digo y me importa que sea perfectamente comprendido por el público. A veces, me molesta ver como en alguna obra, tal vez por ese miedo del artista a resultar “excesivamente elemental”, las lecturas se tambalean, se acercan peligrosamente a una ambigüedad que me desagrada. No creo que una obra difícil de analizar sea, necesariamente, una obra más inteligente.

En algunos de mis trabajos, sin embargo, dejo que sea el espectador el que otorgue ese sentido a la obra. Por ejemplo, en las fotos Sosias I y Sosias II, es él quien ha de decidir si el que duerme placidamente, o el que tiene pesadillas, es el terrorista o es el escolta. Y ha de decidir también si las pesadillas son por remordimientos o por miedo, o si el dormir plácidamente es por despreocupación o por falta de conciencia.

Me ha pasado que la obra La Guardia Civil es cojonuda gusta o desagrada mucho a gente de ideales políticos opuestos, gente que se ha sentido encantada o indignada, bien por creer que es una frase llena de ironía, bien por pensar que se trata de una clara exaltación de la benemérita.

Son dos casos en los que no marco una lectura única pero, una vez el espectador ha decidido el sentido que quiere dar a la pieza, es un sentido claro, no hay ambigüedad. Es el espectador el que se define y lo que pretendo es que lo haga teniendo que reflexionar sobre ello.

Entiendo que la moral está por encima de las creencias, lo que está mal, está mal. Que un grupo político, para defender sus ideas, estrelle aviones contra edificios llenos de personas o que alguien asesine a sangre fría, eso es hacer el mal. No pueden justificarlo con ningún ideal ni con el fin que persiguen, por mucho que intenten convencernos de que es un fin justo.

No creo que yo tenga un deber, pero si mi medio es el leguaje, entonces mi trabajo es comunicar. Tengo a mi disposición un espacio en el que colocar mis obras y un público que va a venir a verlas y a tratar de comprenderlas. Y quiero que se entiendan.

No hay comentarios: